La “magnanimidad” es un deseo típico de la juventud, el
querer cambiar el mundo, enderezarlo hacia una mejora constante. Pero la
magnanimidad, sin humildad, es por si sola una posición moral inestable que
puede llevar al delirio de grandeza (megalomanía), a la inflamación del
orgullo, a la actuación sin razón.
La magnanimidad era la más apreciada de las virtudes en el
mundo antiguo, en aquel que se juzgaba a los hombres por su grandeza. La manía
por lo grande es la desvirtuación orgullosa de la magnanimidad, del mismo modo
que la mezquindad (antítesis de la magnanimidad) es la triste perversión de la
humildad.
Pero la historia nos ha mostrado que el afán utópico por
conseguir el cielo en la tierra, es no solo una inmodestia, sino la falta de
fortaleza que nos precipita en la impaciencia. Esta impaciencia por hacerse
ricos, o mejor dicho por hacerse con el bien de los demás, es lo que está
caracterizando en la sociedad actual a muchos (demasiados) de los ejecutores de
las grandes decisiones: políticos, banqueros, burgueses sobrevenidos, y una
larga lista de aprovechados del dolor ajeno.
Algo nada nuevo, Mateo (23, 1-12) nos muestra el pensamiento
de Jesús cuando se dirigió a la gente y les dijo: En la cátedra de Moisés (lugar
de autoridad) se han sentado los escribas y los fariseos. Haced, pues, y
observad todo lo que os digan; pero no imitéis su conducta, porque dicen y no
hacen. Atan cargas pesadas y las echan a las espaldas de la gente, pero ellos
ni con el dedo quieren moverlas. Todas sus obras las hacen para ser vistos por
los hombres;… quieren el primer puesto en los banquetes y los primeros asientos
en la sinagogas,…”.
¡Qué actual es esta recomendación que nos da el Señor hace
dos mil años! ¡Cuánto nos cuesta a los soberbios aceptar estas palabras! Es
necesario que levantemos la mirada del horizonte y miremos en vertical. No
justifiquemos nuestros errores en los errores de los demás. El cínico
descreimiento de quienes se burlan de todos los ideales y hasta de aquellos en
que creyeron ciegamente, llevados de la impaciencia y abocados a un
determinismo, es un claro síntoma de su incapacidad para unir magnanimidad y
modestia, y de su incapacidad para aspirar a lo mejor.
La cátedra de Moisés, no es lugar, no es asiento, para los
débiles, los hipócritas, los aprovechados, los mezquinos. La cátedra, es lugar
para los que quieren sacrificarse por los demás, para los que están dispuestos
a perder y no ganar, para los que ven a los demás como a su prójimo y no como a
su victima, para los que quieren el bien y no el mal, para los humildes, y, en
definitiva, para los que son capaces de una entrega absoluta y total por el
bien de la sociedad.
La esperanza no consiste en cerrar los ojos a esa realidad,
por imposible que parezca, sino en negarle a lo funesto y dominante el estatuto
de lo definitivo. La esperanza nos hace detestar de la presunción de que todo
acabará mal y nos hace aspirantes a conseguir lo mejor.
José Antonio Puig Camps. AGEA Valencia
twiter: @JapuigJose
Publicado: 23-agosto-2014
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